Principios pedagógicos Waldorf
En la pedagogía Waldorf, se contemplan distintas dimensiones de los niños: espíritu, alma y cuerpo y el desarrollo de sus capacidades (pensar, sentir, actuar) se va forjando en tres etapas de la infancia, de siete años cada una, a las que denominan septenios (ciclos de siete años consecutivos):
Primer septenio (desde el nacimiento hasta los 7 años),
Segundo septenio (de los 7 a los 14) y
Tercer septenio (de los 14 a los 21).
En el primer septenio, el principio pedagógico básico es el aprender imitando, que se desenvuelve individualmente a través de la actividad amorosa y ejemplos de la educadora/el educador, y así se evitan las tendencias de la guía autoritaria, hostiles a esta edad. Como sea que las predisposiciones y habilidades de los niños se desenvuelven todavía en íntimo contacto con el hombre, las cosas y los sucesos, el medio ambiente ha de integrar, lo más ampliamente posible, las actividades dignas de imitación.
La rebosante vida que llena el jardín de infantes, al preparar las comidas, hacer juguetes , coser, lavar, limpiar y trabajar en el jardín , al festejar las fiestas del año o, por ejemplo, al moler harina y hacer el pan a partir del grano sembrado y cosechado: todo esto se convierte en un estudio de la realidad en que vivimos gustosamente acogido en la que los niños, no sólo adquieren destreza en las actividades de ayudar y cuidar, sino también valor y autoconfianza para la acción resuelta.
Participando en las actividades y secuencias fáciles de abarcar, el niño vive de contextos henchidos de significado; puede imitarlas primero y, más tarde, comprenderlas con lo que se despierta en él la inteligencia y la comprensión a través del vivir y del hacer. En las actividades prácticas y en el juego en cucañas y subibajas, con tablas, cuerdas, troncos de ramas, etc., se experimentan y observan las leyes de la naturaleza, dándole así al niño una base vital para la posterior introducción a las ciencias naturales.
En el juego libre el niño se confronta con las experiencias tenidas al contacto con su medio ambiente, y jugando practica, practicando “aprende”, a su manera, sin que se le empuje a una intelectualización prematura. Más allá de finalidades y utilitarismo, el juego recoge la laboriosidad del adulto, imitándola y manifestándola con fantasía e individualidad. El educador dirige el juego con mucha discreción y crea un amplio ambiente de sugerencias para cada edad.
El desarrollo del lenguaje y del pensamiento son simultáneos en el niño. Del cultivo del lenguaje surge la actividad del pensamiento y, debido a esto, se le da un énfasis especial a la esmerada dicción del maestro. A través de narraciones, rondas alegóricas y juegos que centren la atención en cuentos, festividades del año o eventos especiales, los niños adquieren un lenguaje diferenciado y culto: la expresión, el vocabulario y la capacidad lingüística se amplían para todos. En conexión con el movimiento y el gesto se forman a través del lenguaje, la vivencia vigorosa y la comprensión vívida.
El quehacer artístico al que se estimula al niño a que participe viendo al adulto empeñado en actividad artística, acrecienta sus energías vivenciales y creadoras. Pintando y modelando, cantando y tocando la lira infantil, en la euritmia, las rondas y los juegos rítmicos, el niño experimenta el adiestramiento cualitativo de sus sentidos, vivifica su entregada atención.
A través del ejemplo del adulto, el niño adquiere cualidades morales en su vivencia y en su hacer; se une a poderes morales y ordenadores, como reglas y normas tipificadas.